sábado, 26 de mayo de 2012

Prólogo


El viento rugía con tal fuerza que más que mecerse, el barco se balanceaba en las turbulentas. La cubierta y ambos lados del navío estaban chorreando agua y mojada, e incluso algunos pisaron medusas sin querer. Todo eso eran problemas menores.

Lo peor era la tormenta que se les venía encima. Ya era demasiado tarde para cambiar el rumbo, con lo que no quedaba otra que enfrentarse a ella sí o sí. Los ominosos relámpagos eran seguidos de cerca por truenos ensordecedores. El frío calaba hasta los huesos y el vaho de la gente se sumaba a una fina niebla que mermaba la visión de la tripulación.

Era lo que tenía el Mar de No Regresarás, de aguas traicioneras, de fuertes tormentas y de remolinos que abundan como setas tras una lluvia en otoño. El camino que tenían que hacer obligatoriamente para ir desde su hogar hasta su continente. Parecía casi una maldición, un castigo por algo que hicieron mal generaciones atrás. Claro que aquel mar siempre había sido así.

Kelinor, el capitán destinado a llevar aquel barco, su tripulación y sus pasajeros en aquel viaje que parecía casi un suicidio, no paraba de gritar órdenes a los suyos, para segundos después corregirlas por los cambios bruscos del viento en aquella tormenta.

— ¡Maldita sea! ¿Vosotros sois marineros o medusas? ¡Tirad de la cuerda más fuerte! Como nos rompan la vela ya podemos olvidarnos de llegar.
Un relámpago cayó en el casco de proa, pero estaba tan mojado que apenas sí saltaron unas chispas y la madera se volvió negra. El sonido y el estremecimiento del barco interrumpieron por un instante la actividad del barco, como si el tiempo se hubiese parado.

—Capitán, no podremos. Esta tormenta es demasiado fuerte — protestó uno de los tripulantes, que seguía tirando de la cuerda para plegar la vela. Prácticamente ya la habían cerrado, pero ahora estaba en el momento más crucial, en el era más vulnerable y en el que más fácilmente podría romperse.

– ¿Tú eres gilipollas o solamente ciego y sordo? ¡Estamos en mitad de una puta tormenta! Con su viento, sus relámpagos y su mar revuelto. Solo podemos seguir adelante. ¿Qué crees que pasará si intentamos dar media vuelta, imbécil?

— ¡Capitán! — gritó otro, desde el mástil, el único valiente que pese a las inclemencias del tiempo seguía vigilando como bien podía pese a la niebla —. ¡Yelmagnos! ¡Desde estribor!

—Lo que me faltaba — el capitán dio un cabezazo contra una pared del puente del barco con sus cuernos antes de desenvainar una espada, tan corta que estaba a medio camino de una daga —. Cuando lleve de vuelta a casa a este caparazón viejo y mohoso me retiro. ¡Me retiro! — llamó la atención haciendo sonar la espada golpeándola contra la vaina —. ¡Arqueros y defensores! ¡Todos a estribor!

El Mar de No Regresarás era peligroso por sus temporales, pero cuando estaba tranquilo no era más seguro. En las pocas piedras que sobresalían de sus aguas hubiese oleaje o no vivían unas aves de presa de extrema agresividad con garras afiladas tanto en las patas como en las alas y picos de acero serrados. Los yelmagnos además tenían suficiente inteligencia como para ir en grupos e incluso colaborar entre ellos en los malos momentos. La bandada que se cernía sobre ellos era de diez adultos, y por sus miradas llevaban tiempo sin probar bocado.

Las primeras flechas llovieron hacia el grupo de aves una vez se les distinguía perfectamente. La mayoría fallaron el blanco, pero una cayó al mar, siendo tragada en seguida por las aguas. Ante esa baja, los otros yelmagnos se lanzaron en picado a por la tripulación. Una segunda lluvia de flechas dificultó a algunos el ataque a los defensores, mientras que estos aprovecharon para atacarles. Dos más murieron antes de que hubiese los primeros heridos. Pero podía decirse que la suerte acabó ahí.

Las afiladas garras de los yelmagnos hicieron trizas las pobres armaduras de los que les plantaban cara. En seguida corrió la sangre por la cubierta del barco y cayeron algunos defensores, mientras que otros resultaron malheridos.

—Venga, que solo son siete — animó el capitán, que se batía con uno. Ambos estaban heridos, uno por flechas y cortes, el otro por zarpazos y picotazos —. Aprovechad para destriparlos. Los conservaremos en sal y los cocinaremos al llegar a puerto. ¡Por Jukga!

— ¡Por Jukga! — corearon los que se tendían en pie, con ánimos renovados que se notaron a la hora de plantar cara a los yelmagnos. Pronto pasaron de siete a cuatro, pero eran los que más guerra daban. Atacaron a los que se llevaban a los heridos dentro del barco para atenderles y un segundo más tarde estaban a ras de las aguas, cortando remos con un solo picotazo.

—Mierda… — Kelinor marchó corriendo de aquel campo rojo que era ahora la zona estribor del navío para llegar a los cañones. No eran muchos, no eran potentes y la munición era escasa, pero si estaban ahí no pensaba dejar que se desgastaran por el salitre. Al llegar al pie del cañón silbó con fuerza, alertando a una de las aves y haciendo que, como planificó, fuese de frente hacia él. Sonrió al darle una patada al cañón, haciendo que disparara. La bala dio de pleno en el animal, convirtiéndose en una masa sanguinolenta que se extendió en una suerte de onda antes de llover hasta el agua y disolverse.

Kelinor vitoreó con un silencioso ademán con el puño, para girarse y mirar el estado del resto de la tripulación. La última ave cayó fulminada por una flecha en la frente a un escaso centímetro de su nariz, pudiendo habérsela cortado al instante. Con el pico se clavó en la madera de la cubierta limpiamente. El capitán la lanzó por los aires de una patada, para que pasara a ser alimento de los peces.

— ¿Bajas?

—Tres muertos, doce heridos, dos graves — respondió un tripulante.

—Mala racha.

—Podía haber sido peor.

—Ahí te doy la razón.

— ¡Y lo es! ¡Lo es! — gritó el del mástil —. ¡Maldita sea, lo es! Capitán, remolino al frente.

Palideció al oír aquello. Kelinor se acercó a mirar, para descubrir un torbellino capaz de tragarse ese barco en un santiamén. Tragó saliva y dio tres patadas lo más fuerte que pudo a la madera, para alertar de que un lado de remeros debía dejar de remar.

—Virad, joder. ¡Viraaad!

***


Los fuegos artificiales salían disparados al cielo desde la salida del sol. Era el aniversario del nombramiento del actual monarca del reino de Nihoi, Justo, y por ello la capital gozaría de unas festividades que durarían toda una semana y atraerían a gente de todo el reino e incluso de naciones vecinas y que tenían buenas relaciones con aquel feudo. Brotaron todo tipo de tiendas en los mercadillos, la mayoría de objetos artesanales típicos del reino, que resultaban exóticos a los ojos de los viajeros de los reinos vecinos. Vasijas, medallones, pulseras, algunos anillos e instrumentos musicales de forma y sonido peculiar poblaban los escaparates de los mercados. Otras tiendas ofrecían mercancía dedicada a caballeros y escuderos. Las más frecuentadas eran los escaparates de los enanos, los maestros de las forjas, quienes ofrecían sus mejores mercancías, hechas con materiales que tenían el brillo y el aspecto del cristal, la dureza del diamante y el filo del acero. Incluso había algún puesto donde los elfos hacían compraventa, con arcos, lanzas, flechas y demás utensilios inexistentes en los reinos humanos. Éstos, sin embargo, tendrían menos ganancias que las otras tiendas, y bien que lo sabían, porque muchos de ellos requerían la ayuda de un intérprete al cual tendrían que pagar por sus servicios a la hora de traducir frases en la compraventa y los trueques.

Las calles, abarrotadas hasta muy entrada la noche, era un hervidero de dialectos, idiomas, de colores de pelo y piel normales y extraños en la región, de brillos de diferentes colores de las armaduras, muestra del rango de los caballeros que habían venido, junto a sus escuderos, y algunos con sus familias. La mayoría eran jóvenes, otros eran caballeros ancianos, retirados, que sin embargo no tardaron en embutirse en sus viejas armaduras para celebrar aquel día tan importante para uno de los reinos humanos. Los niños corrían y perseguían a juglares y músicos errantes, jugaban a ser soldados, enfrentándose con palos, y algunos incluso retenían a los caballeros, corriendo en círculos alrededor de ellos, o pidiéndoles que relatasen sus vivencias en los torneos y las batallas, para regocijo de unos, quienes reían y lo hacían de buena gana, y por desgracia para otros, quienes trataban de escapar de los críos mientras mascullaban y maldecían.

También hubo frenética actividad en las afueras de la ciudad. En una de las llanuras más extensas y mejor preparadas se montaron unas gradas donde la gente podía ver las justas que se llevarían a cabo esos siete días, donde los caballeros de todo el reino tratarían de derribar a sus contrincantes. Durante cada día se batieron entre ellos caballeros de un mismo rango, para que la destreza de unos no sobresaliese en exceso de la de otros. Los rangos eran marcados por los colores de sus armaduras, confeccionadas a partir de un metal de la dureza del acero que era fácil de hacer cambiar la luz que reflejaba con un hechizo, mostrando el rango del dueño de la coraza. El orden de los colores era respetado en todos los reinos, a saber, de menor a mayor rango: blanco, verde, azul, morado, rojo, gris, plateado y dorado.

En las justas se batieron caballeros de rango blanco a rango plateado. Los dos que quedaban en pie al final del día, junto al derecho de un combate amistoso entre ellos, eran ascendidos al siguiente rango, de ahí a que los de armadura dorada no participasen. La gente, enardecida por ese festival, iban todos los días a ver esos duelos, en los que se juntaban cortesanos y plebeyos como si fuesen una sola casta social. Guerreros del reino de Nihoi, sus seis adyacentes, y algunos de los que se encontraban al otro lado del Gran Mar de Rayta lucieron el vivo color de sus armaduras, para salir victoriosos o caer derrotados.

A todo eso había que añadir los banquetes que se hizo, acogiendo cada día a todos los caballeros y viajeros que el palacio pudiese abarcar en el comedor dedicado a las fiestas, donde el propio rey Justo presidía, majestuoso con sus ropajes de hilo plateado, con el símbolo del sol del reino de Nihoi en los tapices y la corona. Los que no conocían al rey no detectaron anda raro, pero los que estuvieron toda la vida a su servicio, e incluso los que lo criaron y entrenaron hasta hacer de él el hombre que era en la actualidad, podían ver una sombra de preocupación en su mirada, disimulaba para no preocupar a los viajeros que vinieron en las festividades.

La causa de aquello era una visita que había tenido casi de improvisto, unas semanas atrás. Justo se hallaba en sus aposentos, en su labor de afilar su espada, de empuñadura dorada con un grabado de un sol en el lugar donde se unía al filo, cuando llegó un mensajero, precedido por su voz, que denotaba urgencia con tal obviedad que el rey pensó en una guerra repentina.

— ¡Majestad! ¡Majestad! — cuando el hombre llegó, jadeante y sudoroso de la prisa que se dio en dar el mensaje, Justo ya estaba con la puerta abierta, esperando.

—Cálmate, recupera el aliento y dime lo que pasa — respondió él, en un tono conciliador que llamaba a una calma que realmente él no tenía en ese momento.

—Si hubiera tiempo lo haría, mi señor. Acabo de recibir la noticia de que alguien ha venido de otra región a hablar con usted. Me han dicho que viene por un asunto de máxima importancia.

— ¿Y llega ahora el aviso? — inquirió, con una ceja enarcada.

—Así es, mi señor. Llegarán a la capital mañana. Han desembarcado cerca de la frontera con el reino de Kutse. No vienen de Puerto Rojo – añadió, antes de que el rey sacara conclusiones precipitadas y erróneas.

— ¿De dónde vienen entonces?

—Es un pequeño grupo de habitantes de la región de Jukga. Están escoltando a una mujer que dice ser quien quiere reunirse con usted, y un joven de quien no he conseguido información.

— ¿Jukga? — en los reinos humanos, se tenía poco aprecio a los habitantes de aquel archipiélago aislado del resto del mundo por un mar traicionero y tormentoso. Su aspecto no ayudaba a ello; las costumbres de vivir en la oscuridad, su aspecto, alto, imponente pese a que no eran los más musculosos ni poderosos, y con esa cornamenta que, se rumoreaba, era fruto de los lazos demoníacos que unían esa raza con los habitantes del mismo infierno —. ¿Qué se les ha perdido por aquí?

—No lo sé, señor, se han negado a soltar prenda. Han dicho… la mujer ha dicho — rectificó —, que si me comunicaba los motivos no tenía sentido hablar con su Majestad, y que entonces el viaje podría ser en balde.

—Grave debe ser para no confiar esa información a un mensajero. Gracias por el aviso. Retírate y… por Dios, tómate el día libre hoy, date un baño y relájate.

—Sí, señor, gracias — musitó el hombre, con una pronunciada reverencia antes de desaparecer por las escaleras de la torre a paso acelerado. El rey maldijo por lo bajo a los caligenios, pero se prometió que escucharía las sandeces que aquella raza desplazada quería decirle.

Pese a ello, se presentó en la sala en cuanto supo que la comitiva de la gente de la Región de la Eterna Noche estaba a tocar de los muros de la ciudad. Así, cuando llegaron, no más que cuatro seres cornudos escoltando a una quinta, que era quien había enviado al mensajero a avisar a Justo de su llegada.

Se trataba de una mujer atractiva que, si no fuese por su evidente y visible cornamenta, que apuntaba hacia abajo, y sus ojos, antinaturales en cualquier ser humano, habría pasado por alguien normal. Tremendamente atractiva, pero normal.

Con la cabellera roja ondeando al caminar como si fuera un estandarte, se acercó hasta estar ante las escaleras del trono, donde se arrodilló.

—Majestad — su voz, con un deje áspero que caracterizaba a su gente, estaba bastante bien disimulada por su timbre femenino —, hemos acudido desde las lejanas tierras de Jukga para pedir ayuda urgente.

Tal y como pensó el rey cuando recibió la noticia de que se acercaban, ese miserable pueblo aislado estaba pidiendo limosna a los reinos del otro lado de las traicioneras aguas que los separaban. Se esforzó por no mostrar más hostilidad de la debida, aunque eso precisó todo su autocontrol.

—Urgencia que os ha hecho venir hasta aquí pero que no habéis confiado a los mensajeros — dijo, marcando lo obvio —. ¿Acaso es algo de lo que nadie debe saber, aparte de los de este castillo?

—No es imprescindible, Alteza — reconoció la mujer, con sus fríos ojos cristalinos, capaces de ver en la más absoluta oscuridad, clavados en el monarca —. Admito que es molesto para usted tenernos aquí, y el motivo puede importunarnos más. ¿Qué pensaría, o más bien dicho, cómo reaccionaría el pueblo, más impulsivo que sus líderes, si supieran por qué estamos aquí?

— ¿Y cuál es ese motivo tan polémico? Id directos al grano, de poco sirve irse por las ramas a estas alturas.

—A fe que no lo haremos, Majestad — aseguró la mujer —. Y aquí viene el motivo por el que estamos aquí; nuestra región ha sido azotada por la miseria y las catástrofes al mismo tiempo. La prosperidad de Jukga es muy delicada, y pende de un hilo.

—Dejadme adivinar. Pretendéis que enviemos recursos al pueblo del Mar de No Regresarás porque os azota la pobreza, como si fuésemos naciones aliadas.

—No exactamente, Alteza. Queremos tratar de mejorar nuestra situación abriendo rutas de comercio. No os tenéis que preocupar por los barcos y las mercancías; nosotros conocemos rutas seguras que, con el capitán adecuado, pueden atravesarse sin problemas.

—No tengo nada en contra de vosotros, pero tampoco es que hayáis hecho nada por cambiar la visión que tenemos de vosotros. ¿Qué prueba de buena fe tenéis para demostrarme que lo que queréis no es que nos azote a nosotros vuestra miseria, transmitida como una enfermedad desde vuestros barcos?

La mujer no esperaba otra respuesta. Reprimiendo una sonrisa al ver que las cosas estaban yendo tal y como ella pensaba que irían, jugó su única oportunidad en aquel momento.

—Y por eso me han enviado a mí y no a un cualquiera. Majestad, solicito permiso para entrar de buena fe en vuestro consejo. Además de asegurarme de que vuestro reino siga estando como siempre pese al comercio, dedicaré lo que queda de mi vida a servirle como consejera personal.

– ¿Qué pruebas tienes de que serás útil como consejera? – preguntó Justo, con un matiz de interés en su voz que animó internamente a la mujer.

—Comenzando por el hecho de que he llegado con quince barcos a las costas cercanas a este reino sin ni siquiera pasar por una corriente traicionera. Puede añadir el hecho de que la travesía la he hecho en dos semanas. Eso muestra habilidad para la navegación, pero además habéis visto que he tardado solo un día en llegar aquí desde la costa.

— ¿Qué tiene que ver eso con la inteligencia y la lógica que se necesita en un miembro del consejo?

—Que, pese a que no he pisado antes estas tierras, solo con echar un ojo ya lo conozco y he sabido emplearlo para no desperdiciar ni un segundo. Que la cartografía y la interpretación son parte de mis virtudes, y que cualquier grupo de personas, sea escolta o ejército, llegará sin un rasguño a su destino si se siguen mis consejos.

“He ganado” – pensó la mujer, al ver que el rey se pasaba la mano por la barba, intentando tomar una decisión que, según sus ojos, ya estaba tomada.

—Confiaré en tu palabra, dando por hecho de que es verdad que has tardado solo dos semanas en atravesar ese mar traicionero. A partir de ahora eres parte de mi consejo, pero antes tendrás que ganarte el respeto del resto de miembros.

—No esperaba otra cosa, Alteza — replicó Ángela —. No hay nada fácil en esta vida, y aunque no puedo quitarme la cornamenta que me complica las cosas, no voy a rendirme ante adversidades nimias.

Aquella reunión tan incómoda como inesperada había terminado en cuanto Ángela consiguió que el rey enviase, junto con un caballo y una escolta, a otro de los suyos a atravesar el Gran Mar de Kiren hacia el norte, hacia la región de Kajdlir, entre dos glaciares. A pesar de que Ángela dijo que no era fácil ganarse la confianza de los demás miembros del consejo real, lo logró tan rápido que cualquiera diría que alguna vez se les ensombreció el rostro a sus hombres de confianza al verla. Incluso consiguió que la trataran ya en el cuarto día con el mismo respeto que el miembro más antiguo del consejo, un anciano llamado Myrage, que sirvió al padre de Justo, y al padre de su padre antes. Rozando los noventa años, era un hombre que, aunque había perdido algo de vista y de agilidad, su mente era rápida, y sus consejos evitaron la ruina de Nihoi en las últimas guerras, cuarenta años atrás.

“¿Cómo puede una caligenia congeniar tan rápido con alguien?”

Una oleada de pensamientos, cada uno más preocupante, ominoso o sombrío que el anterior, fue golpeando el ánimo del monarca, como martillos furiosos contra un acero al rojo para forjar una espada. Habría seguido así si no fuese por un leve carraspeo. Fue el propio Myrage, quien se había ganado por sus servicios un puesto vitalicio al lado del rey y que por ello se sentaba a su lado, quien le sacó de esas inquietantes ideas.

—Su Majestad está hoy muy ensimismado. ¿Qué le preocupa?

—No es nada, Myrage. Simplemente…

— ¿Te inquieta Ángela? — otra cualidad del anciano era que, de alguna manera, parecía saber qué pensaba la gente sin siquiera mirarla a los ojos. Los de Myrage, verdes y cubiertos por una fina tela que había tejido las cataratas para mermarle la vista, observaron al rey con comprensión —. Es caligenia. Llevamos siglos sin relacionarnos con ellos, y en las historias siempre se les ha visto como seres siniestros, criaturas a medio camino entre hombre y demonio. Es normal que te inquiete su presencia.

— ¿De verdad? ¿Seguro que no intentas colarme una mentira piadosa, Myrage?

—No he ganado este asiento mintiéndote ni a ti, ni a tu padre, ni a tu abuelo — respondió el viejo —. No hay de qué preocuparse. No han venido en masa; solo han sido dos y uno se ha ido. No han llegado con armas, sino con barcos y mercancías. Y no han atacado la ciudad, sino que han venido a hablar directamente contigo. Sí, se le nota a Ángela que le gusta poco tratar con nosotros — admitió —, pero creo que se está ganando esta ayuda. Ya ves; las historias que cuentan de los caligenios no son más que cuentos de hadas…

—La pregunta está en dónde acaba el cuento de hadas y comienza la realidad.

— ¿Por qué dice eso, Alteza?

—Porque… — el sonido de las lanzas al chocar entre ellas y romperse en un estrépito que hizo eco de punta a punta de las gradas le sobresaltó; ambos caballeros, de armadura azul, cayeron a la vez al suelo, con lo que se determinó un empate. Mientras volvían a subir a los caballos y conseguían lanzas nuevas, Justo aprovechó para hablar —. Porque en las historias para los niños también hay elfos, y enanos. Hay dragones, hay magia y hay criaturas extrañas. Tenemos todo eso en nuestro mundo.

—Igual que tenemos rumores, que no siempre son ciertos — el cuerno que indicó a los caballeros azules que espoleasen las monturas y embistieran el uno contra el otro de nuevo ahogó sus palabras, pero no lo suficiente como para que el rey no lo oyese —. El tiempo acaba por desmantelar las mentiras y mostrar las verdades. Dedíquese a determinar la valía de estos caballeros, Majestad.

—Lo intentaré — musitó el rey, alzando la vista para ver el sol del mediodía. El astro rey era el símbolo del reino de Nihoi, y la simple visión de aquella esfera incandescente le reconfortó. Se olvidó de todos sus problemas en un instante.

Una figura pasó volando sobre ellos, a tanta altura que era imposible discernir qué criatura era. Desde allí no era más que una simple mota negra que atravesó como una flecha el perímetro del sol. Esa visión hizo incluso sonreír a Justo.

***


Resultó ser un dragón. La noticia corrió a cargo de un grupo de pastores, que vieron cómo se apostaba en una montaña cercana a la que ellos usaban habitualmente como lugar de pastoreo de sus rebaños de ovejas y cabras. Precisamente por estar allí en el momento oportuno consiguieron saber de la existencia de esa criatura y de que estaba en el territorio de Nihoi. Aunque no llegaron a un acuerdo de cuán grande era esa criatura, asunto de poca importancia ya que todos los dragones que poblaban el continente eran enorme, los tres lo describieron como un dragón joven, vigoroso y de color gris, de garras espantosamente afiladas, colmillos por todos los lados de la boca sobresaliendo de ésta, y unos cuernos picudos que, en comparación, lo de Ángela parecían dos moños.

La presencia de esa criatura en el reino solamente podía significar problemas. Se prohibió a los pastores mencionar el tema, para que no traspasara los muros del castillo y cundiese el pánico por la ciudad antes de hora. El consejo se reunió en cuanto se retiraron los ganaderos, dos días después del último día de las justas.

“Menudo día” – pensó Justo, mientras observaba a todos sus fieles consejeros, ahora acompañados por Ángela. Aquella sería la primera reunión de vital importancia en la que participaba –. “Servirá para ver hasta qué punto me beneficia su presencia.”

—Señores — la voz delataba la tensión que recorría el cuerpo del rey —, no hace falta repetir lo que ya han dicho. El dragón se ha apostado en un lugar demasiado cercano a la ciudad. Y esas criaturas son indomables y peligrosas. ¿Qué hacemos?

—No sabemos si es un dragón macho o hembra —comenzó Myrage, apoyando sus dos manos en un nudoso bastón —. Si es macho puede que se quede indefinidamente, si es hembra, tal vez sea un nido temporal donde incubará los huevos y cuidará las crías hasta que puedan volar.

—No sé qué es peor — saltó otro miembro, un hombre de cabello y ojos negros, y una poblada barba que se llamaba Theren —, si un dragón macho para siempre o una camada entera con su madre. Sea lo que sea necesitará alimento. Y si no lo echamos o acabamos con él, adiós cosechas y rebaños.

—Si es una dragona tendremos más problemas para echarla que si es un macho — opinó Justo —. Mientras que un dragón simplemente defenderá su territorio, una dragona defenderá el territorio y sus huevos y crías. Hay que echarlo o acabar con esa bestia antes de que nos aceche, nos ataque y acabe con nuestros recursos.

—Las armas sirven de poco.

—Pero tienen puntos flacos — aventuró un tercer consejero, de cabello grisáceo al estar entrado en años, ojos acuosos y de nombre Gueron —. Aunque todo caballeros no es aconsejable. Hay que usar también magos.

—Eso es obvio — corroboró el anciano Myrage —. Pero no tenemos que determinar qué tipo de destacamento irá, sino cuántos irán a enfrentarse a él — puntualizó.

—Cincuenta — declaró una voz, femenina, que no se había oído ni murmurar hasta en aquel momento. Nadie tuvo problemas para determinar que quien estaba hablando era Ángela. El rey miró a la caligenia con el ceño fruncido.

—Nunca hemos usado menos de setenta guerreros para un dragón…

—Todo un desperdicio. Si se reparten bien y logran rodear al dragón, hasta con veinte hay más que suficientes. Cincuenta sobran y todo. Solamente debe de ser un grupo equitativo.

— ¿Equitativo en qué sentido? — preguntó Theren.

—Un mago por cada caballero. Así, por cada hombre con armadura que distrae a la bestia, habrá uno que ataque cuando se olvide de que hay otros a distancia.

—Mucho mago para un dragón.

—Mucha gente para un dragón, Lord Gueron.

—Podría funcionar — avaló Myrage —. Además, en la distancia, los magos pueden controlar mejor al dragón, y saldrían mejor parados. Con eso además de reducir las bajas de magos, podríamos bajar las de caballeros.

—Y los magos les darán mucho más al coco — asintió Theren —. Con eso hay más posibilidades de salir bien parados si se tuercen las cosas. ¿Qué opina Su Majestad?

—No es mal plan. Pero…

— ¿Pero?

Justo miró a los ojos azules y fríos de Ángela, quien formuló la pregunta. Esperó pacientemente a que le monarca hablase, y fue complacida segundos después:

— ¿A quiénes enviaremos? Es un asunto delicado.

—Nombra a un capitán para que escoja veinticuatro caballeros, y pide al gran maestro de la academia de magia que escoja veinticuatro magos. Veinticinco de unos y veinticinco de otros.

— ¿Pretendes que un capitán y que el maestro de magia vayan a combatir un dragón?

— ¿Por qué no? Serán los únicos de alto rango que vayan; para impedir grandes bajas habría que pensar en que no fuesen hechiceros ni caballeros de un rango mayor al morado. Las espadas herirán igual que las de los de rango plateado o dorado, y con unas órdenes apropiadas de la persona adecuada serán igual de efectivos que éstos. Por eso hay que llevar con ellos al capitán y al gran maestro.

—Así pues… — intervino el anciano Myrage, pasando sus empañados ojos verdes por todos los miembros del consejo —, la propuesta es enviar cincuenta hombres; un capitán, un maestro hechicero, y veinticuatro magos y veinticuatro caballeros de rango morado e inferior. El objetivo es un dragón joven que se ha apostado en nuestro territorio, peligrosamente cerca de la ciudad. Es hora de decidir si la idea es buena o no.

Hubo unos segundos de silencio. Todos los miembros y el rey mismo estuvieron pensando la decisión en esos instantes, y uno por uno fue dando, como siempre desde hacía siglos, su opinión al respecto.

—La apruebo — dijo Theren.

—La apruebo — dijo Myrage.

—Aún sigo sin tenerlas todas, pero está bien estructurada. La apruebo — dijo Gueron.

—Sería ilógico contradecirme invalidando mi idea. La apruebo — dijo Ángela.

Aún hubo silencio. El rey aún pensaba en la idea, con los ojos cerrados, y acariciando con su mano derecha el puño de su espada. Con la otra se frotaba la barbilla. En algunos momentos entreabría los labios, como pronunciando palabras sin sonido para sí mismo.

— ¿Majestad? — apremió Theren.

—Es arriesgado. Pero si se logra, puede que evitemos una gran cantidad de bajas que podrían producirse precisamente por ser demasiados — declaró —. La acepto. Se cierra el consejo con esta decisión. Enviad un informe al gran maestro Helio y al capitán de la muralla este. Mañana partirán los cincuenta hombres a combatir un dragón gris, joven, vigoroso… y vete a saber cuán grande.